«Papá, si no lo ven, ¿cómo saben que está ahí?» fue la inocente pregunta de Laura, la hija de Antonio, que le embarcó en la aventura de escribir El ojo desnudo, el libro que es necesario para dar respuesta cumplida a la pregunta.
Y es que las preguntas de los niños suelen tener su miga, ya que responder a cosas como qué es un color, qué ve cada uno de nosotros cuando observa el mundo, y cómo lo que vemos se transforma en lo que nuestro cerebro percibe dista mucho de tener una respuesta sencilla.
El primer paso de esta historia parte de los sótanos del Museo de Ciencia e Industria de Manchester, donde se conservan los restos de los ojos de John Dalton, la primera persona de la historia de la que tenemos constancia de que se dio cuenta de que no veía como el resto de las personas y que acometió el estudio de esta peculiaridad desde el punto de vista científico. Tanto como para pedir que a su muerte abrieran sus ojos a ver si había algo en su interior que pudiera afectar a su percepción del color.
De Dalton el camino de Antonio nos lleva a los griegos y a un recorrido por la historia de cómo aprendimos como vemos, incluyendo el sorprendente descubrimiento de que, según las leyes de la óptica, las imágenes que se forman en el interior de nuestros ojos están patas arriba y que es nuestro cerebro el que, de algún modo, las pone de nuevo en su orientación correcta.
Entender las leyes de la óptica nos permitió también mejorar el diseño de los telescopios y microscopios, hasta entonces fabricados de forma un tanto intuitiva, y adentrarnos con más confianza en dos mundos invisibles hasta entonces para nosotros, el de lo muy lejano y el de lo muy pequeño, los dos inaccesibles a nuestros ojos sin ayuda, a nuestro ojo desnudo.
También pudimos entender lo que es la luz y comprender que no es más que una pequeña parte del espectro electromagnético, lo que de nuevo nos llevo a ir más allá de sus límites y de los límites de nuestros ojos, y nos permitió descubrir nuevas «luces» con las que mirar el mundo.
Estas nuevas luces –rayos x, infrarrojos, ondas de radio– nos permitieron a su vez adentrarnos en el interior de la materia para entender de qué estamos hechos, de qué está hecho todo, y hasta qué destino le espera al universo, gin tonics mediante.
Como dice Antonio,
con estas herramientas los seres humanos hemos llegado a superar lo que nos dicen los ojos e incluso la propia luz. El viaje que nos ha traído hasta aquí comenzó con un primer tipo mirando al cielo con el ojo desnudo y quienes le siguieron y miraron las estrellas a través de cristales pulidos o examinaron el agua de los charcos con lentes diminutas como gotas de rocío. En el camino, mientras nos planteábamos por qué vemos lo que vemos y si lo que tenemos alrededor es real, se cruzaron cuestiones como de qué está hecha el agua, el aire y aquello que nos rodea. La tarea se antojaba inabarcable pero, como anticipaba John Dalton, bastaba con plantearse los retos de uno en uno.
Si ya conoces Fogonazos, no necesitas que te diga lo buen contador de historias que es Antonio, si no, te diré que es uno de los mejores contadores de historias que conozco, y que además en esta ocasión se nota que es una historia contada con especial cariño para su hija Laura.
Así que corre a comprar el libro. Te enganchará y no podrás dejarlo hasta que termines con él.
Está disponible en formato electrónico, pero la atención al detalle del diseño de sus cubiertas y de su funda hacen que en este caso recomiende comprarlo en formato árbol muerto. Son 21 euros, pero merecen muy mucho la pena.